Una de las cosas que más me admira de la sociedad española es la sensibilidad que hemos desarrollado hacia los accidentes y riesgos laborales, y muy especialmente para los trabajadores muertos. Hace ya tiempo que todos, instituciones, partidos, empresas, medios y ciudadanos dijimos “basta ya” y nos comprometimos a acabar con las muertes y los accidentes y enfermedades en el trabajo.
Este viernes se celebra (en otros países, que en España ya no hace falta) el Día Mundial de la Seguridad y la Salud en el Trabajo, y yo recuerdo con tristeza aquel tiempo, lejano y ya casi olvidado, en que vivíamos con indiferencia la siniestralidad laboral. Por aquel entonces morían cientos de trabajadores ( nada menos que 607 en aquel remoto año 2016), y miles quedaban heridos o enfermaban, sin merecer apenas atención, ni provocar reacción. Lo sé, estremece recordar hoy a todos aquellos compañeros muertos sin respuesta.
Todo empezó a cambiar cuando los trabajadores decidimos plantarnos, gritar “ni un muerto más”, y movilizarnos. Recuerdo con emoción los lemas de aquellos días (“Si tocan a un trabajador, nos tocan a todos”, “No estamos todos, faltan los compañeros muertos”), los minutos de silencio y banderas a media asta por cada fallecido, los interminables debates en el Congreso, las tertulias televisivas monotemáticas, los famosos sensibilizando, los conciertos solidarios. Hasta los medios dejaron de usar el tecnicismo “siniestralidad” y empezaron a hablar de “violencia laboral”, mientras en las manifestaciones gritábamos contra el “terrorismo patronal”.
Aquella movilización consiguió, recuerden, que los distintos gobiernos tomasen medidas, al principio tímidas (prevención, formación), luego más contundentes por la presión social: refuerzo de inspecciones, endurecimiento penal, sanciones ejemplares a empresas incumplidoras, hasta llegar a la famosa “ley contra la violencia laboral”… Los trabajadores no nos conformamos, la movilización fue a más, y los primeros señalamientos y boicots de consumo a las empresas obligaron a éstas a implicarse activamente.
Pero el gran cambio se produjo cuando los gobernantes, presionados por la ciudadanía, reconocieron que la precarización, temporalidad, abuso de subcontratación y pérdida de derechos laborales tenían relación con el aumento de accidentes desde 2012. Que un tercio de los muertos en 2016 lo fuera por infartos o derrames cerebrales debidos al estrés laboral causó gran conmoción en aquel tiempo, y facilitó un gran acuerdo político contra la precariedad, el refuerzo de la negociación colectiva y la recuperación de derechos.
Todo aquello quedó atrás, por fortuna. Hoy, abril de 2025, los accidentes están en mínimos históricos, las enfermedades profesionales son reconocidas como merecen, y aunque de vez en cuando aún nos sobresalta una muerte, cada vez menos. Por eso hoy ya no tiene sentido conmemorar ningún día internacional, ni guardar un minuto de silencio a las puertas del ayuntamiento como siguen haciendo en Sevilla cada vez que muere un trabajador en Andalucía. Una iniciativa que impulsó Izquierda Unida en 2005 y que inspiró a muchas otras ciudades en aquella época lejana, cuando no nos dolían los muertos en el trabajo.
(El año pasado murieron 607 trabajadores. De ellos, 86 por accidente de tráfico, el resto en su jornada laboral, 219 de ellos por infarto o derrame cerebral. Se estima que la cifra real de estos últimos es mucho mayor, por todos aquellos que fallecen fuera del trabajo aunque la causa sea el estrés laboral. Algo similar ocurre con los fallecidos por cáncer, cuya vinculación al riesgo laboral es difícilmente demostrable).
(Aunque no soy muy de autobombo, permitan un anuncio para terminar, pues tiene que ver con el tema: este fin de semana se estrena la película La mano invisible , basada en un libro mío y rodada en modo cooperativa. Una mirada al mundo laboral, para que los trabajadores discutamos qué nos está pasando. Gracias).